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Salí de casa

Actualizado: 29 jul 2020

Por Ayelen Rodriguez


La historia de esos días era una pesadilla de la que no quería despertar. Él lo sabía, estar despierto era peor que estar dormido. Hasta en las peores pesadillas había momentos de tranquilidad, colores, música, rostros para mirar, cuerpos a los que tocar, distintos paisajes. Pero en la realidad, estaba encerrado. En sueños podía volar, ir lejos, conocer otras cosas o las mismas, pero distintas, ampliadas, reducidas, dadas vuelta. En la realidad, ya había contado hasta los azulejos del baño y conversado con las macetas, cuyas plantas estaban muertas desde el verano.

Los sueños siempre terminaban en pesadillas porque cuando despertaba, al abrir sus ojos, recordaba la situación de encierro y todas las palabras que recientemente se habían agregado a su vocabulario cotidiano: pandemia, cuarentena, coronavirus. Con ellas, aparecían los pensamientos de la restricción para todo y la prohibición para mucho. Así, estar despierto se tornaba insoportable. Trataba de acostarse tarde para despertarse tarde y cada mañana, casi mediodía, planificaba actividades en las cuales incluía de forma obligatoria el consumo de harinas, mirar televisión y el infaltable uso del celular que cronometraba para no enviciarse.

Vivir solo en cuarentena le recordaba que estaba más solo en el mundo de lo que creía.

Un día, que era igual a los últimos treinta, despertó. No se quedó media hora dando vueltas en la cama ni preparó el mate.

Los hábitos cambiados y los sinsabores de la soledad a la que no le encontraba ningún sentido, se sentían como pisada de elefante en estampida.

Se cortó el pelo queriendo ver una cara distinta y cuando se dió cuenta que el cambio tenía que venir de adentro salió a la calle.

Salió sin barbijo, ni tapaboca, sin miedo y sin vergüenza. Sin buzo, siendo que era una mañana fresca de otoño.

Salió,a pesar de la exigencia de quedarse en casa y la mirada de vecinos que lo acusaban de loco, inconsciente, mal tipo, y así.

Su día terminó siendo muy distinto.

Las cinco horas detenido le hicieron vivir experiencias nuevas y se sintió agradecido por haber sido denunciado por alguien que lo observaba desde la ventana de su casa cuando corría por la plaza haciendo.

Por primera vez en tanto tiempo, pudo tocar a otra persona y fue visto, reconocido, en la mirada de extraños que le dieron un lugar importante.

Llegó a su departamento cansado y se fue a dormir tranquilo sabiendo que, a partir de ahora, cada día sería así de único. Una voz lo obligaba a salir para no enloquecer y le gritaba por dentro, como mantra: salí de casa, salí de casa, salí de casa, una y otra y otra vez. Desde entonces, sus sueños livianos devinieron en despertares felices.



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