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Sudor y escritura: de Flaubert a Schweblin y de Guerriero a Grecia sin escalas
Hace poco escuché a un profesor decir que nosotros —le hablaba a unas cincuenta personas que escuchábamos su clase sobre el concepto de “momento político” del filósofo Jacques Rancière—, vivimos una época privilegiada en lo que a temas de escritura se refiere. Que podemos escribir de lo que queramos. Que no hace mucho esto no era así en absoluto. Hace no tanto, en términos de la poética aristotélica, las tragedias eran para la gente importante: reyes, dioses, todos hombres por su puesto; y la comedia, la burla, para los plebeyos. Agregó, aunque era evidente, que las mujeres veníamos bien de atrás en lo que a “hechos literarios” se refiere. Después tuvimos que hacer el ejercicio de buscar ejemplos de la transgresión a ese status-quo en Madame Bovary de Flaubert.
Me quedé pensando que con la palabra “ejercicio”, cuando la digo, cuando la leo, mi primera asociación no es el cuerpo sino la escritura. Participo de talleres literarios desde hace varios años y los “ejercicios creativos” ya son un clásico (al menos para un puñado de gente rara que se la pasa practicando porque quiere escribir con cierto oficio). Pero desde hace algunos meses también le dedico espacio al entrenamiento físico y, aunque me siento con más energía y hasta de mejor humor, la mía es una rutina bastante chanta: veinte minutos por día, cuatro veces por semana, cinco si hay suerte. El tipo de ejercicios que hago podrían asemejarse a la calistenia: son intensivos y no requieren pesas o accesorios sino que se utiliza el peso del mismo cuerpo.

Kafka, Guerriero y Schweblin
Salvando las distancias, porque además era casi vegano y cuando podía nadaba varios kilómetros en el río que tuviera más cerca, uno que entrenaba solo quince minutos por día era Franz Kafka, el autor de La metamorfosis. Se sabe que usaba la guía Mi método de Peter Muller, la cual consistía en ejercicios, dieta saludable y tips variados, como mantener la ventana abierta para oxigenar el ambiente. Un dato de color es que la rutina debía hacerse completamente desnudo, y sí, Kafka cumplía al pie de la letra.
Yo no me desnudo para hacer abdominales, pero me permito enorgullecerme de sostener la práctica y de hacer todo lo que esté a mi alcance para no saltarme ningún día. También es cierto que algo de superstición me mantiene en movimiento, es que no hace tanto, mi astróloga favorita dijo que aries sobrevive en este mundo haciendo gimnasia y bueno, no descarto que el instinto de supervivencia se me haya activado en esa dirección.
Una escritora compatriota, Leila Guerriero (Teoría de la Gravedad y Los suicidas del fin del mundo, entre otros) ha contado que corre una hora por día y en una entrevista declaró también: “¿En qué se parecen correr y escribir? (...) En principio, a veces lo hacés aunque no tengas ganas de hacerlo, porque sabes que haciéndolo te dan ganas de hacerlo (...) corro para haber corrido, en un punto, uno también escribe para haber escrito.”
Leo a Leila y sus ideas sobre correr y escribir y otra vez pienso en la clase de Ranciére, en nuestros “privilegios” actuales, en los “momentos políticos” que le permitieron a nuestro género, a nuestra minoría, poder elegir (aunque esto siga siendo una cuenta pendiente en tantos lugares del mundo). En la antigua Grecia, cuna de la poética aristotélica, las mujeres ocupaban un lugar de segunda (o tercera o cuarta), y no hay que remontarse a la escritura; supongamos que alguna mujer hubiera querido entrenarse para competir en las olimpiadas, las únicas que lo tenían permitido eran las espartanas y únicamente porque pertenecían a una facción guerrera, comandada por hombres que creían que teniendo mujeres atléticas sus bebés serían más fuertes (mejores guerreros), además de estar mejor preparadas para el trabajo de parto, obvio, ¿qué pensabas Mabel?
Samanta Schweblin dió unas cuantas entrevistas en estos días debido a la salida de su último libro El buen mal (2025) y, como buena fan, ya escuché casi todas; y la que todavía no, ya la tengo guardada en una playlist para “ver más tarde” (seguro en los escasos minutos de mi rutina de tablas, sentadillas y saltos). La recuerdo ahora porque compartió una anécdota muy graciosa. Dijo que mientras renegaba con la escritura de su libro se inscribió en un gym porque necesitaba desconectar: entre otros problemas, no lograba darle forma a un antagonista muy importante. Resultó ser que ahí nomás, frente a ella, se le apareció la inspiración. Le tocó un entrenador muy particular, “un loco de la guerra” que la llamaba por el apellido, que le gritaba, que le decía “así no Schweblin” y que tenía frases muy raras para ejemplificar la manera correcta de hacer los ejercicios como por ejemplo “Schweblin, una mujer está embarazada o no está embarazada: no está medio embarazada”. Algo es real, el “malo” de “El superior hace su visita” es tan hilarante como inquietante; y también que la necesidad de la autora de hacer ejercicio desembocó en un cuento genial.
Ojalá yo pudiera decir que mi rutina de entrenamiento me oxigena el cerebro y que cuando termino la musa me inspira textos maravillosos. Por ahora, sigo en la etapa de preguntarme para qué y qué tan necesario es, aunque, cábala mediante, siga meta fuerza y resistencia.

Entre gauchos y olimpiadas
Estuve leyendo otro gran libro esta semana: Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara. Ahora que trato de redondear esta columna, de ser posible rápido para ir a dedicarle veinte minutos a mis músculos, recuerdo un pasaje en el que, alerta de spoiler, Hernández (autor de nuestro Martín Fierro) aparece como un personaje más —aunque con cierta relevancia—, que quiere reformar a los gauchos, prepararlos para la civilización; y para lograrlo pone en práctica varias estrategias, una de las cuales es obligarlos a hacer una rutina de gimnasia todas las mañanas: “Los gauchos, boca abajo, cada uno sobre una tela blanca, levantaban y bajaban sus cuerpos rígidos, se volvían tablas y se sostenían con la sola fuerza de sus brazos. Gym, dijo Liz (...)”
Para cerrar, este datito con el que me encontré escuchando a un escritor, pensador, que adoro, Alejandro Dolina. Resulta que Ferenice de Rodas fue una mujer de la antigua Grecia, atleta ella, hija de un atleta campeón y madre de otro. Su nombre trascendió porque, al morir el padre de su hijo, ella no solo siguió entrenándolo, sino que además se disfrazó de varón para poder acompañarlo y es que, en aquellas épocas, las mujeres no podían competir, pero además, las casadas, tampoco tenían permitido presenciar las competencias. A Ferenice la descubrieron y, por hechos que dependen de quién cuente la leyenda, la terminaron “perdonando”. Eso sí, a partir de su transgresión, por las dudas, atletas y entrenadores, debieron empezar a competir completamente desnudos. No vaya a ser que una chica se cuele entre sus filas. ¿Peter Muller y sus ejercicios sin ropa habrán sacado la inspiración de acá?
En fin, Fernice no habrá sido escritora, pero, leyenda o no, no se puede negar que metió una linda página literaria en la historia universal.
