#03
Vikinga Bonsai de Ana Ojeda: hipótesis de un algoritmo accidental (o una reseña poco convencional)
Aquellos fragmentos me importaban.
Yo creía en ellos.
JOAN DIDION
Es raro como a veces llegan las cosas. Por ejemplo, fui fotógrafa durante muchos años sin preguntarme nunca por qué había elegido esa profesión, más allá del gusto por el registro, hasta que me di cuenta de que mi abuela, mi persona preferida en la infancia, había sido la única con una cámara de fotos en mi familia.
Hace un tiempo empecé a cursar la Licenciatura en Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes y ahí, en una de mis materias favoritas, conocí a un profesor que pronto supe que era el autor de cuatro novelas. Me enteré bastante rápido porque, no es una novedad, vivimos en el mundo de la internet y el stalkeo. Aún así, con la curiosidad algo activada, no salí corriendo a comprar sus libros, no tenía sentido, ¿por qué comprar un libro que no sabía si me iba a gustar?
La cosa es que mientras más cursaba esta materia, más aprendía y más conectaba con muchas ideas que este profesor tenía sobre “la cuestión literaria”. Disfruté tanto aquellas clases que volví a elegirlo en el segundo cuatrimestre. Fue ahí, promediando la segunda parte del año, cuando probablemente busqué su primera novela. No la que él escribió primero sino la que primero llegaría a mis manos, algo completamente dado por el azar, o si no completamente porque es cierto que yo lo estaba propiciando, el título y la cronología de salida al mercado me daban igual.

Sí, estamos acá para hablar de Vikinga Bonsai y de Ana Ojeda. Seguime chango que ya llegamos, casi.
Leí esa primera novela, me gustó y quise ir por la segunda. Y ahí es donde aparece El Traductor. Uno que hizo una reseña sobre uno de los libros de mi profesor.
Datito de color, inocente y poco importante, nada de qué asustarse: si algo me gusta, me pongo un poquito obsesiva. Estoy segura de que no hay por qué preocuparse porque por suerte para el mundo y para mí, me dedico a escribir. A ver si me explico, Cortázar dijo una vez: “A lo mejor soy un criminal, en el sentido freudiano, que se sublimó en escritor” (Clases de Literatura: Berkeley, 1980. Alfaguara, 2013) Bueno, en este sentido (el de Cortázar), a veces pienso que yo bien podría ser una digna Love Quinn, la contraparte de Joe Goldberg en YOU, la serie de Netflix de la que, de paso digo lo obvio, espero ansiosa la quinta temporada; pero, salvando las distancias del talento, parafraseo a Cortázar y digo que qué suerte la escritura. Qué suerte sublimar la pulsión de andar espiando personas reales con mejor espiar personajes ficticios. Mirarlos durante días, observarlos muy detenidamente en su intimidad, en lo que los conforma, en lo que les da carácter, sentido, decisión, hasta por fin estar segura de hacerles justicia y permitirles vivir.

Vikinga Bonsai, ya casi.
Entonces, para decidir cuál sería la segunda novela que leería, investigué. Miré algunas entrevistas en Youtube, leí reseñas en portales conocidos y no tanto, googleé al infinito puntito rojo unas cuantas decenas de veces, hasta que apareció El Traductor. Un muchacho que había leído varias de las novelas de este profesor y que, cito textual, dijo: “si hay alguien de su generación que escribe mejor en castellano hoy en día, no lo he encontrado.” Y yo que leía eso y pensaba algo como: guau, ¿quién es esta persona que opina así, tan espectacularmente y a la vez sin vueltas, y que dice que este muchacho que quiero leer, mi profesor, es tan genial?
Traductor. Y también, aunque su bío no lo dice, reseñador serial. Escroleé el feed y miré los últimos libros que leyó y que compartió, entre ellos, uno llamó mi atención por el diseño de la portada, era de Ana Ojeda, Mujer Peor. Al pié de la foto El Traductor escribió: “Que libro brillante y gracioso. Y qué pesadilla sería traducir.” Acto seguido, busqué una sinopsis más clara del libro y me lo guardé en una lista que tengo de lecturas futuras que rara vez cumplo, pero que ahí está.
Listo. Eso fue todo por un largo tiempo. Apagué el celular y no supe más nada ni del traductor, ni de mi profesor o sus novelas, y mucho menos de Vikinga Bonsai. Los días pasaron y se convirtieron seguramente en meses y me habrán absorbido otras cosas, la vida. Cierres de cursadas y trabajos finales, viajes en auto y en tren, el clima, las hijas bailarinas en edad escolar, fotos para editar en lotes de a cien, días de limpieza, cenas con amigas y amigos, tristezas, besos con mi amor, peleas con mi amor, reconciliaciones y listas de supermercado y de pendientes, y así, y todo el tiempo, y a empezar de nuevo.
Hasta el día en que fui a la biblioteca, imagino que un sábado por la mañana, que es cuando en general voy y, entre tantas tapas, vi esa tapa; una de color violeta furioso que, además, lucía un brócoli gigante lo suficientemente verde como para contrastar con el fondo y llamar la atención de cualquiera.

Soy desmemoriada. Ví el libro y leí el nombre de la autora. Me sonaba. Me sonaba mucho. De dónde la tengo escuchada, me habré preguntado. Me llevé el libro y cuando empecé a hojearlo no pude menos que sorprenderme y desafiarme a continuar: dale que es hasta que entres en este juego del lenguaje que te propone la autora, una vez que entres, lo demás es puro disfrutar. Y mientras más leía y me trababa y destrababa entre inclusivos y frases cortas, cortadas, al estilo Jane y Tarzán, pero con poesía, con toneladas de palabra poética, más me hablaba un bichito en la oreja, más me decía, ¿te acordás que en algún lado leíste sobre esto?
Habré andado por la mitad de la novela cuando me pregunté si no sería este el libro del que había hablado aquel traductor. ¿Cómo se llamaba? ¿Y cómo llegué a sus redes sociales? Ah sí, por la novela de mi profesor. ¿Cuál era el título? ¿De qué se trataba? ¿Escribirá tan bien como dice El Traductor? Uní de a poco, sin prisa, los cabos sueltos, las pistas que me arrojaba mi cerebro.
No era Vikinga Bonsai el libro del que hablaba El Traductor en aquel post al que llegué motivada por la curiosidad, pero fue el libro que me encontró a mí, y lo leí y me encantó; por la historia que cuenta, claro, por el riesgo que toma la autora en el uso del lenguaje, por su puesto, pero también, y no menos interesante, por todo ese viaje que hizo este libro únicamente por mí, para llegar hasta mis manos.
Al final, lo único seguro es que hay cosas que llegan de las formas más insólitas, raras, una profesión, un amor; en este caso, un libro. ¿Casualidad? ¿Destino? ¿Migas de pan? ¿Un algoritmo literario que yo misma fabrico sin darme cuenta para hacerme un auto regalo de vez en cuando? Será cuestión de seguir prestando atención.