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Breve comentario sobre un cuento del último libro de Samanta Schweblin: “Bienvenida a la comunidad” en El buen mal (2025)
Cuando era bastante chiquita (...)
pude intuir (...) lo que era la ficción,
cómo la ficción tenía la capacidad de mentir para decir la verdad.
LILIANA BODOC
¿Está mal hablar de un libro que todavía no terminé de leer? ¿Vale si es un libro de cuentos y solo hablo de uno que ya leí? Bueno, si está mal, la patria literaria ya se encargará de demandármelo en su momento. Y con los dioses de la literatura, bueno, allá ellos.
El libro en cuestión es El buen mal de Samanta Schweblin, recién salidito del horno o, mejor traducido, ya disponible en librerías después de casi un mes de preventa. La cosa es que me gusta Schweblin. Me gusta un montón. Tengo leídos de ella Distancia de rescate, Kentukis, Siete casas vacías y Pájaros en la boca y otros cuentos. Los primeros dos títulos corresponden a novelas cortas (un género en sí mismo) y los últimos a libros de cuentos.
Hay algo que todavía no confesé: soy lo que se dice una lectora “tardía”. Es que recién hace unos pocos años que ando en la empresa de recuperar el tiempo perdido y leer “todo lo que una (o sea yo misma) no debería dejar de leer antes de morirse (o sea morirme)”. Es un problemón la verdad, porque hay libros a rolete, ganas por montón, pero lo que falta es el tiempo y, a veces, cuando hay tiempo, el que no acompaña es el cuerpo. No es moco de pavo hacerse de una pasión a los casi cuarenta, aunque no debería sorprenderme; si reviso, desprolijidad tras desprolijidad, podría ser que hacer de todo un lío es algo que en definitiva me caracteriza. Temperamento de artista. Lo escuché en una película y me encanta creérmelo para mí misma.
Cuestión que acá ando, haciéndome de lecturas variadas. Muchas, propuestas por la carrera que estoy cursando; muchas más, por el azar; otras tantas, por recomendaciones y, unas muy pocas, buscadas, esperadas, como el caso de Schweblin. Sí, cada vez que salga un libro suyo, ahí estaré.
¿Debería leer otras cosas? ¿Otros “irrenunciables”? Definitivamente. Se me ocurren algunos cuantos títulos, por decir algunos: La odisea (Homero), Esperando a Godot (Beckett), El extranjero (Camus), Crimen y castigo (Dostoievski), A sangre fría (Capote). No sé. Mil. La cosa es que cada vez que pienso en esto pienso también en una frase de otro al que siempre le estoy esperando los libros: “leer un libro es no leer otro”, dijo Alejandro Dolina muchas veces, incluso en su última novela Notas al pie.
Volviendo al punto, que es hablar sobre un libro que todavía no terminé, El buen mal de Samanta Schweblin, voy por los primeros dos cuentos leídos. Y hoy me gustaría comentar el primero “Bienvenida a la comunidad”. Va con spoilers. En lo personal, soy Team Harry (de Cuando Harry conoció a Sally) y si me entero de cómo termina la historia antes de siquiera empezar a leerla, es un dato más al que no me niego, porque parafraseando a Harry, miren si me muero sin saber el final.
“Bienvenida a la comunidad”: resumen(cito) y causalidad
El cuento inicia con una narradora que nos cuenta sobre su intento de suicidio. Se ata piedras a la cintura y se tira al lago. Una vez bajo el agua inspira profundo para que “pase rápido”. Siente que se llena de líquido ahí donde antes había aire, pero pasan los minutos y nada, no se muere. En algún punto se suelta de las piedras, sube a la superficie y vuelve a la casa. A partir de ahí todo lo que le sucede le parece extraño (el tema favorito de Schweblin). Al rato sus hijas chiquitas y su marido llegan con un conejo gordo que se llama Tonel, se los dieron en la escuela y tienen que cuidarlo una semana. Podemos ver en escuetos párrafos la relación distante con su pareja y la propia distancia emocional de la protagonista respecto de la vida en general. Sin embargo, no se siente bien. Desde esa mañana algo raro le pasa en el cuerpo. Una sensación de que si no se agarra fuerte, se va. Continúa el día sin bañarse siquiera, incluso una de las hijas le dice que tiene olor a podrido. Entonces sale de la casa. Se va al bar. Vuelve a salir. Se prende un cigarrillo. Y mientras está por ahí ve al conejo pasar corriendo y por atrás las hijas y su pareja, que le echa en cara haber dejado abierto el ventanal. Vuelven sin haber recuperado el animal y es ahí donde aparece otro personaje, el vecino, un tipo extraño con el que ya han tenido situaciones conflictivas en el pasado. La cosa es que de golpe ella tiene la certeza de que es solamente él quien puede darle una respuesta. Y así ocurre, aunque no como quisiera. En una conversación entre los dos se descubre que este vecino también es un sobreviviente (de la misma situación de la protagonista) y le dice que si ahora quiere quedarse, la única manera de hacerlo es causándose culpa a sí misma. Hacer todos los días un poquito de daño a alguien que ame mucho, de manera que se sienta culpable por haberlo hecho, y así poder quedarse.
Sobre esto último, me sorprendió que justamente esta semana leí El perro del peregrino de Liliana Bodoc, una novelita juvenil, muy corta y muy recomendable, donde hay un personaje, “el extranjero”, que le dice exactamente lo mismo a una chica que no puede decidir entre casarse con el hombre que su padre eligió para ella o huir con el hombre que ama. El extranjero le dice “obedece a tu padre, puesto que es tu deber (...) pero por una sola vez reposa en el cuerpo de tu amado (...) porque la culpa, Eliseba, suavizará tu aversión por el hombre que te desposará”. ¿Qué pasa con estas causalidades que siempre están ahí, al alcance de la mano? Digo causalidades, y no casualidades, porque ya me dijo una muy buena amiga que en definitiva la literatura siempre habla de más o menos lo mismo: el amor y la muerte. Un profe de la universidad diría también que un escritor escribe sobre sus obsesiones.
Retomando el cuento de Samanta Schweblin, la cosa alcanza su máxima tensión cuando la narradora decide que tiene que matar al conejo. Matarlo y recostarlo junto a una de sus hijas. ¿Será eso suficiente culpa?, se pregunta. Reflexiona un rato para darse cuenta que solo pensar en lo que pueda pasar ya la hace sentir bien. Incluso puede sentir de nuevo el latido “precioso” de su corazón, hasta ese momento ausente. Se va a su habitación, se baña, se acuesta junto al marido con mucho cuidado de no hacer ruido y siente como de apoco “cae” en el sueño, dice: “son apenas unos segundos hasta terminar de caer” y luego menciona la sensación “oscura y mohosa” del fondo del lago en los dedos, que se mueven por última vez. ¡Chan!
Recalculando
Claro, queda la tarea de leer la historia por cuenta propia. Ni se discute. Pero sin llegar a eso, no es difícil asegurar que es un cuento que nos deja recalculando cual GPS que se queda sin conexión. ¿Qué pasó acá? Y no es que yo pueda develar nada si está clara la intención de la autora de dejarnos con la duda.
¿Se murió o no se murió, che? ¿No se murió nada sino que sobrevivió de una manera extraña y ahora resulta que actúa raro, porque querer morirse e intentarlo y sobrevivir no es gratis? ¿La mención a “tocar el fondo del lago” en ese último párrafo es solo una metáfora, otra manera de narrar la culpa que siente por haber intentado quitarse la vida? ¿O nada de eso y resulta que sí se murió ahí donde arrancó todo? ¿Quién narra entonces? ¿Un fantasma? ¿O la que narra es ella mientras alucina, en los últimos segundos de vida, mientras termina de morir; o de vivir? Si fuera esto último el caso, son dos cuentos los que se me vienen a la cabeza, “El puente sobre el río del búho” de Ambrose Bierce y “Bala en el cerebro” de Tobías Wolff. En ambos casos el cuento nos engaña. Pensamos que el protagonista está vivo, pero…
A mi parecer, creo que Schweblin da un pasito más, mezcla las cosas, las enmaraña, y a propósito, nos deja lugar a dudas. No sabemos exactamente qué paso. Tenemos que elegir qué creer. Esta escritora se caracteriza por su recurrencia a las situaciones extrañas, pone en jaque la idea de “normalidad”, dice que nada más extraño que eso que consensuamos como humanidad que es “lo normal”. Y un poco de razón tiene (probablemente estar traducida a más de cuarenta idiomas también nos da una idea de cuánto interpela ese mensaje), porque al final, ¿acaso hay algo más inquietante, más desconcertante, más inexplicable que la vida misma?

