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Animalitos en la ficción: que no les pase nada
“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón (...)”, así arranca Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Si alguna vez leí el libro, ya lo olvidé, pero lo que no olvido es a mi mamá recitando esas primeras palabras cada vez que la ternura la convocaba. Todavía lo hace. También recuerdo que yo me negaba a leer el libro en cuestión, de hecho no quería saber nada, es que me daba pena encariñarme y que después le pasara algo al pobre burrito.
La presencia animalesca aparece en la literatura cada libro y medio, más o menos. A veces como símbolo, otras como compañero fiel y en ocasiones como protagonista inesperado. Pero no siempre fue así. Recién con la novela moderna los animales empezaron a adquirir cierta dignidad dentro de la escritura: dejaron de ser meras alegorías o herramientas morales para volverse personajes con emociones, historia y peso narrativo. Probablemente esta ampliación de la mirada fue consecuencia de una transformación igual de significativa en la vida real de las personas, esa que inspira las ficciones. Gracias a esa nueva mirada es que hoy podemos encontrarnos con textos hermosos que exploran con belleza y profundidad los lazos y relaciones que tenemos con tantas especies impensadas del reino animal.

Amigos peludos en la literatura
La primera vez que pensé en escribir “algo” que tuviera que ver con el tema que hoy me convoca en esta columna fue cuando, no hace tanto, leí un cuento de Alejandra Kamiya que se llama “La pregunta de Rawson” en su libro La paciencia del agua sobre cada piedra. Suelo sentarme a leer en un sillón desvencijado, junto a un ventanal que proporciona una luz encantadora, y sin falta, si estoy sola, Bachicho, mi perrito mestizo, gris, peludo y suave, se recuesta en mi falda no sin antes insistir en que una de mis manos se quede con él sobre su lomo. En esa historia, la de Kamiya, el protagonista es un perro. Pero no solo eso, el perro tiene voz y hasta conversaciones, y no cualquier conversación, reflexiona, se hace preguntas, filosofa sin envidiarle nada a Darío Sztajnszrajber:
“—Sí —dice Rawson—, no hacemos más que repetirnos. Lo que hacemos repite lo que hicieron otros perros, tal vez, todos.
Oso asiente y cuando llegan a la plaza dice en una voz muy baja y grave:
—Como si estuviéramos hechos de memorias, o tal vez de una memoria única que las abarca a todas.
Después se deja caer en su lugar favorito, bajo una acacia.”
No mucho tiempo después me encontré leyendo Las aventuras de la China Iron donde, si bien hay animalitos por doquier, hay uno que nos roba el corazón: Estreya, “y así vuelvo (...) al fulgor del cachorro que vi como si nunca hubiera visto otro (...) lo ví al perro y desde entonces no hice más que buscar ese brillo para mí”. La protagonista ve en la vida de ese peludo simpático algo que quiere para ella misma: luz y alegría. Tan importante se vuelve este compañero que la misma China, que nos cuenta que no tiene nombre, que nació huérfana, “de los pastitos”, cuando le dan la posibilidad de elegir su identidad, toma como apellido también el nombre de su perrito: “Me llamo China, Josephine Star Iron (...) el Star, que elegí cuando elegí a Estreya”. Y la historia es la de la China, sí, pero también es la de Estreya, de quien estamos esperando noticias todo el tiempo y que como lectores, no queremos que le pase nada malo. Cabezón Cámara, escritora, militante ambientalista, no nos defrauda y podemos ver cómo avanza la vida de Estreya y somos felices con sus alegrías.
Otra novela hermosa con presencia fuerte de mascotas caninas es Los galgos, los galgos de Sara Gallardo. Es una pena no poder reproducir acá el libro completo (a lo Borges y El Quijote). De verdad que merecen la pena de ser leídos y disfrutados todos y cada uno de los momentos en que el narrador describe citaciones sobre Chispa y Corsario:
“Chispa creció (...) Corsario era opaco pero ella relucía (...) los ojos ribeteados de negro, las orejas sedosas que se alzaban a cada momento (...) con una especie de sonrisa y la lengua afuera (...) y de pronto se ponía a correr, a cazar mariposas (...) ¿Cómo no iba a estar enamorado Corsario? Hasta a mí me enamoraba.”
En mi infancia tuve una perrita de nombre Chispa. Mi mamá no leyó a Sara Gallardo. Algunas cosas simplemente pasan y las leemos como casualidades.

En la pantalla también
Lo confieso, me reí muchísimo con algunos memes que surgieron a raíz del estreno de El Eternauta en Netflix, el famoso cómic de Héctor Germán Oesterheld llevado a la pantalla en formato serie y protagonizada por Ricardo Darín. En el meme (y sus múltiples variantes), alguien disfruta de la serie a pesar de ver caer a varias víctimas humanas bajo la nieve venenosa. Pero en el siguiente cuadro, ante un perrito que corre la misma suerte, no puede contener el llanto. Traducido, “Yo cuando la víctima es humana / Yo cuando la víctima es un perrito”. Y me reí porque claro que me interpeló, si fue justamente ese el primer comentario que le hice a mi socio de vida cuando no fueron ni uno, ni dos, ni tres las víctimas perrunas sino demasiadas, imposible de pasar por alto. ¿A quién se le ocurre que algo malo pueda pasarle a un cachorrito? Cancelado El Eternauta (igual la ví hasta el final y la recomiendo, porque también somos nuestras contradicciones).
Aunque si de amistades o amores animalescos hablamos, quizás uno de los recientes mayores exponentes de a qué punto puede llegar esta pasión, está en la película de Jhon Wick. Ahí, un hombre nada común, recibe como regalo tras el fallecimiento de su esposa un tiernísimo cachorro. Como en El eternauta, nos quedamos horrorizados cuando, en un robo a su casa, el perrito resulta ser la víctima. Pero la cosa no queda ahí, Jhon hace lo que cualquiera haría si fuera capaz, cosa que no somos porque la vida real es una cosa y la ficción es otra, pero ahí va él, a buscar a todos y cada uno de los mafiosos que entraron a su casa y no porque lo hayan lastimado a él, que no le importaba nada, sino porque lastimaron al único capaz de acompañarlo en su terrible pena y quizás hasta sanarlo.
Recientemente una película ganó el Oscar a mejor animación. Por su temática, corresponde nombrarla: Flow. Está dirigida por Gints Zilbalodis y escrita por Zilbalodis, Matīss Kaža, Ron Dyens y aquí conocemos la historia de un grupito de animales que buscan sobrevivir en un mundo postapocalíptico y, atención, que en esta película falta algo a priori impensado: por un lado no hay un solo ser humano en toda la película, por otro, no hay diálogos, nadie habla. La película ocurre en el más bello silencio. Ese mismo silencio que nos envuelve a Bachicho y a mí cuando estamos sentados los dos en el sillón, yo leyendo, él… ¿Él qué? ¿Qué hacen los animales con nosotros? Nos acompañan, nos cuidan, nos quieren, nos hacen hacernos preguntas, recordar anécdotas o escribir historias.

Notas finales
Hace unos días en Argentina se celebró el Día del animal. Parece una cosita de nada, bastante trivial, y sin embargo se celebra el 29 de abril en homenaje a Ignacio Lucas Albarracín, un abogado cordobés que además dedicó su vida a combatir el maltrato animal y fue precursor de La Ley Nacional de Protección de Animales N° 2786. Agregaré que las y los berazateguenses nos tomamos muy en serio el tema, no por nada en uno de los accesos se presenta a la ciudad como “Berazategui, ciudad mascotera”; además de la existencia de El Parque de la familia mascotera y la primera Clínica Veterinaria Municipal del país. Queda claro: en la república de Berazategui, las mascotas, pero los animales en general, no tienen nada de trivial señor juez.
Es un misterio o magia o ciencia que todavía no conocemos, cómo cuando una quiere hablar sobre algo algunas cosas aparecen solitas. Mientras escribo esta columna, mi hija viene a contarme que en su escuela están haciendo un trabajo sobre los pájaros, que el 10 de mayo se celebra el Día Internacional de las Aves Migratorias y que su maestra nos mandó un video para ver en familia. Lo miramos. Este mini documental arranca así: “Imagina un cielo sin aves, sin su canto al amanecer, sin su silueta cruzando el horizonte”. Y yo me lo imagino, y me imagino otros escenarios también, un poco desoladores. Dejo de imaginar.
En un mundo que amenaza con caerse a pedazos, cada gesto de amor hacia un animal —sea perro, pájaro o burrito de algodón— es también un gesto de esperanza. Como si cuidarlos fuera una manera de cuidarnos. Como si escribir sobre ellos fuera otra forma de abrazar el mundo.
