Por Paula Gonzalez*
Mi mamá Ana tenía todo preparado para cuando yo llegara: había cambiado las sábanas, limpiando la casa y cocinado unas ricas masitas de avena y miel. Mi mamá Carla entre tanto, se ocupó de cortar el pasto, alimentar a Pipo y terminar esos detalles que le habían quedado pendientes el año pasado… la casita del árbol también me esperaba para jugar.
Ellas ansiosas por mi llegada, yo con una mezcla de emociones que me revoloteaban por todo el cuerpo. Era el fin de una etapa y el principio de otra, y yo lo sabía. Dudé por un momento qué tenía que llevar. Cargué en la mochila un poco de ropa mía (el pantalón azul y el buzo de capucha se los regalé a Juan –parte de la promesa que nos hicimos-), unos libros de la escuela, un oso y las fotos y dibujos que me dieron la última noche mis amigues del Hogar. Llegué a casa acompañado por Susana, una señora con una gran sonrisa y una calma, que contagiaba. Y ahí estaba enfrente a la puerta violeta, esa que había atravesado tantas otras veces, pero esta vez era diferente. Ana y Carla salieron a recibirme. Ni bien nos vimos, nos abrazamos mucho, mucho, mucho. Reíamos y llorábamos todo al mismo tiempo.
Hoy, como cada año recordamos ese día y lo celebramos. Para nosotres es el día de la familia. Es el día en que nos encontramos y unimos nuestros corazones. Por eso hice limonada con mamá Ana y adorné con banderines y luces la casita del árbol con mamá Carla. Todo está listo; bueno, casi todo, pongo música y empieza la fiesta…ahora sí “¡vengan!” grito. Y ellas corren y Pipo también corre, salta, ladra…él también festeja.
*Ella que estaba acostumbrada a ver el mundo de una manera, de creerse lo que otres decían y determinaban, un día se animó a reinventarse. Su corazón se hizo multicolor y su latir se sintió más allá.
Mail: gpaulatandil@gmail.com
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Ilustración de Lulydibuja .
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