Por Elina Zacaríasc
El domingo es para mí el peor día de la semana. Cuando asoma la tardecita me invade una mezcla de nostalgia y angustia que me cuesta poner en palabras. Para salir de este momento bajón suelo proponerme alguna actividad que me distraiga por unas horas y me tenga la cabeza ocupada. Casi siempre es un libro o, si no, pongo algo de música y pinto mandalas con mis fibras. Hoy me dieron ganas de abrir la caja de fotos.
Ya hace varios años que no imprimo o revelo fotos, como la mayoría de las personas, supongo. En la caja no hay muchas, la colección completa ordenada por año está guardada en la casa de mi mamá, pero las que traje conmigo son las que considero especiales y me han acompañado mudanza tras mudanza. La elección de cada fotografía está indudablemente marcada por la ausencia de mi padre. Mi papá aparece en casi todas las escenas. Amo sumergirme en ese mundo de nosotros dos, verme de bebé en sus brazos, la primera vez que me metió en una pileta, durmiendo juntos la siesta, cuando me enseñó a andar en bici sin rueditas, barrenando las olas en Brasil o bailando el vals en mi acto de colación. Todos los recuerdos con mi viejo están ahí.
Si uno mira atentamente las fotos enseguida se da cuenta de que hay algo que se repite: mi papá aparece en todas fumando. ¿En todas? Sí, siempre. Porque, aún cuando no estuviera haciéndolo, tenía la costumbre de poner los dedos índice y medio de la mano derecha un poco estirados y separados entre sí como si llevara un cigarrillo entre ellos.
Tan fuerte era esa adicción que no me sale recordar a mi viejo sin un cigarrillo en la mano. Claro que no era algo de lo que él se sintiera orgulloso, simplemente no podía decirle que no.
En los diecinueve años que compartimos me acostumbré a que se fumaba en cualquier lado, en la casa, en el auto, en el lugar de trabajo. Nunca me pregunté -y creo que tampoco me preguntaron- si me molestaba el humo del cigarrillo, simplemente me parecía lo más común del mundo. Empecé a reparar con los años que en la casa de ninguna de mis amigas se fumaba como en la mía.
Me pregunto cómo haría ahora mi viejo, que no está permitido fumar en ningún espacio cerrado. Me imagino lo que nos costaría planear una salida a comer, si para él no había sobremesa posible sin una copa de vino, un cigarrillo y un café. Tendría la piel entre los dedos de color amarillo medio amarronada, consecuencia de llevar tantos años un pitillo encendido. La foto que tengo ahora entre mis manos es de unos meses antes de su partida. Se la sacó mi mamá con una cámara analógica en el último viaje que hicieron juntos. Viene caminando, sonriendo a la cámara con sus ojos verdes achinados. Tiene un cigarrillo en la mano (esta vez no hace el gesto, lo tiene) y una enorme bocanada de humo blanco va quedando tras de sí, haciendo dibujos en el aire.
* Politóloga y puericultora. Mamá de Lolo y Milo. Le gusta leer, descubrir lugares nuevos, ver películas dramáticas, tomar café, sacar fotos y registrar momentos.
Contacto: IG @elina_zacarias_
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