Por Bachi Graziano*
En mi grado había una niña, "la" Ramos, a la que le decían piojosa.
Nadie quería juntarse con ella.
Era pésima como alumna. Llevaba el guardapolvo desprendido y nunca tenía merienda.
Andaba sola, y las maestras no la querían.
Ramos, le decían; fuerte, con rabia, cuando ella mordisqueaba el lápiz y se quedaba... la mirada fija en el pizarrón sin escribir.
Ramos, al frente. Y ella pasaba y se quedaba enrollando su corbata entre los dedos. La maestra sabía que ella no había estudiado. Lo sabía, pero igual la enfrentaba al desconsuelo de hacer público su dolor.
Yo le miraba las manos, pequeñas, oscuras, flaquitas, de uñas sucias.
Yo la miraba y desde los diez años, aprendí a odiar a todos los maestros que se ensañaban con "las" Ramos. Que a propósito y diciendo que era una oportunidad de levantar las notas, sometían a la angustia insoslayable, la que sólo la conocen los niños, a aquella niña que tal vez sólo necesitaba una seño que le suene los mocos, le pase la mano por el pelo, y le prenda los botones del guardapolvo.
Quién sabe, quién sabe si al abrochar esos botones le abotonaban también algún ojal del alma por dónde se le deshilachaba la infancia.
Hay niños que necesitan contención, más que contenido.
* Bachi es de Berazategui. Cuenta que leyó un relato como este en una revista, la Revista Colecciones, de 1978 y que decidió ponerle palabras a una historia donde tal vez se piensan detalles que cambian la vida de una persona.
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