Por Ayelen Rodriguez
La casa de mi abuela Coca son los mediodías de mi infancia, una perrita blanca con manchas negras que se llamaba Benyi, el taller de herramientas de mi abuelo instalado en el “guardacoche”, el cuadro de Mariana en el living y un galponcito abajo de las escalares de la terraza donde estaban las banquetas que se sacaban para los cumpleaños.
Dicen que mis tías me hacían la fiesta y hay fotos que así lo muestran.
La casa de mi abuela Coca tenía una tele muy grande, donde mirábamos la novela y los días que me quedaba a dormir teníamos el ritual de ver una película en algún canal de cable que empezaba a las 22 y terminaba a las 00 porque así distribuían la programación. Como una Cenicienta, las doce marcaban la hora de ir a dormir. El colchón en el piso del lado de la abuela, con las sábanas limpias oliendo a naftalina, un beso, la señal de cruz y un ángel de la guarda: somníferos para empezar a soñar.
La casa de mi abuela Coca era mi casa. Mi abuela Coca era mi mamá, Benyi era mi vaca-perra y mis juguetes favoritos, mis libros para pintar y las canciones que escuchaban mis tías se mezclaban con estampitas por todos lados armando un paisaje en el que sentirme tranquila.
Hoy me imagino recorriendo esa casa como recorrería un museo. Guardo recuerdos en cada rincón y podría considerar piezas únicas a los azulejos del baño, los adornos del sector de la parrilla, el sillón suave donde ponía mis rodillas cuando atendía el teléfono…
Sin demasiado esfuerzo me acuerdo de los guantes de mi abuelo con lana adentro, de los helechos recién regados, de las babosas muriendo en la sal, del jabón ovalado giratorio del baño del guardacoche…
Sin demasiado esfuerzo, yo vuelvo a ser una niña en la casa de mi abuela Coca, (aunque parezca que ya nada de eso existe) y me acuesto en el piso de la pieza de mis tías para ponerme a escribir.
* El relato está incluido en la sección #DelBarrioALaLuna de Perro Gris Ediciones. Podés conocer mas de la sección ACÁ.
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