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Abrazo sandwich

Por Ayelen Rodriguez

Cuando uno piensa en un abrazo, se le ocurre imaginar a dos personas estirando sus extremidades, arrimándose, entrelazándose. La palabra lo dice: a-brazo. La imagen es la de una unidad; un mix de dos cuerpos pegoteados, que juntan sus pechos empáticamente y con gusto. Pero este no es el caso. El "abrazo sándwich" era más o menos así: en mi pieza al lado de la cama estaba la mesita de luz; y entre la mesita de luz y el escritorio había un lugarcito prolijo, cuadrado, con algunas pelusas en las esquinas. Algunas veces, en estos años, supe poner allí un cesto de basura o uno de esos recipientes de plástico, herméticos, apilables, para guardar cosas. Pero cuando ese lugarcito estuvo solo y vacío, y mayormente cuando era niña, nos llamaba a ponernos allí para completar esa rítmica espacial y sentir cómo los muebles nos daban un abrazo sándwich. Era algo entre nosotros; diría que era algo así como un secreto. Nunca me animé a contarlo hasta hoy. Creí que podría sonar ridículo decir que alguno de ellos y yo cabíamos perfectamente en ese huequito sintiéndonos contenidos, arropados, cobijados y en complicidad. Viene de familia esto de andar viéndolos, y como dice mi tía, a ella se le aparecen a la noche para moverle la sábana en la punta de la cama cuando descansa. Mi prima dice que cuando se sienta en la máquina de coser sabe que le acarician las piernas. Así, con todos nosotros. Es fija que son los responsables de mover el portarretrato de la foto de mi bisabuelo Horacio. Sabemos bien que son ellos, que están compartiendo nuestras cosas, y no bajando del arcoiris o en los jardines ocultando oro o esas otras paparruchadas que dicen por ahí. Pero esto de que son invisibles para muchos, hizo que me diera un poco de pudor contárselo a mis compañeras de la escuela, o a Ricardo, el vecino, que tiene un par de yeso pintados en el patio, no entiendo para qué. Además, supuse siempre que decirle a mis padres que recurría al "abrazo sandwich", haría que se sintieran poco importantes, o al menos, que no eran la primera opción en mis momentos de angustia, así que preferí guardármelo y evitar preguntas incómodas. Por lo tanto, reconfirmo que no es este el caso de los abrazos en los que uno piensa habitualmente; para nada lo es. Pues lejos de tratarse de dos cuerpos que se hacen uno en un mix, éramos solo dos en un ambiente, alguno de los que habitaban la casa en ese momento y yo, con trenzas por lo general, mirándonos enfrentados, observándonos. Nuestros cuerpos, cuerpitos, estaban completando un decorado que nos encasillaba sin apretarnos en un pequeño rincón hueco destinado a llenarse con "algo". Y además, según la ocasión la visita variaba, no siempre era el mismo. Particularmente uno de gorro naranja me acompañaba más a menudo en mi necesidad, y yo en la suya. Porque un abrazo tiene la particularidad de surgir de lo que yo considero una necesidad. Por eso, es que hablo de que nos dábamos un abrazo y no otra cosa. Yo en esos momentos necesitaba contención y la proximidad que se daba, reparados entre muebles fijos y pesados, nos daban el calor justo. Muchas veces, ahora, cuando estoy en casa y los observo jugar con el perro o esconderse en la ducha, me acuerdo de aquellas épocas, y sé que ellos también. Con el tiempo, fui aprendiendo a lograr sensaciones similares en otras partes. Pero como el abrazo sándwich no hay en ningún otro lado, estoy segura.




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