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Acapulco

Actualizado: 13 nov 2019

Por Ayelen Rodriguez



La playa del Pacífico era el paraíso de revista que siempre quiso conocer. Sabía que famosos como Luis Miguel tenían casa allí y la combinación de amores platónicos adolescentes con su gusto por la playa hacían de Acapulco de Juárez el lugar anhelado. Desde muy jovencita había proyectado ahorrar dinero para ir; desde su primer trabajo en el que ayudaba a su tía costurera a hilvanar dobladillos hasta ahora, con treinta y pico. Un buen trabajo en un banco internacional le permitía concretar de una vez su gran sueño.

Sacó los pasajes tres meses antes y empezó a pagar el all inclusive también con anterioridad. Una compañera de trabajo, que venía de una relación amorosa conflictiva recientemente terminada, sería su acompañante en la aventura del hotel cuatro estrellas con pensión completa y tres piscinas a orillas del océano.

Cuando llegó el día, entre nervios y felicidad llamó a su viuda madre que desde siempre había provocado, sin querer o queriendo, las interrupciones de sus buenos momentos añorados. Como cuando la señora cayó internada de apendicitis dos días antes del festejo de sus quince, o bien cuando se fracturó el pie antes de que fuera su fiesta de egresados en el secundario. Su madre, depresiva desde la viudez, no era amable con sus amistades, cuando de adolescente se juntaba con sus amigas a hacer las tareas. Tampoco lo había sido con las pocas parejas que alguna vez le habría presentado, por lo que había resuelto no presentarle ningún noviecito nunca más.

Paula había entendido hacía mucho que su madre no podría compartir ni disfrutar sus momentos felices. Mayormente le ocultaba información y muchas veces no le compartía sus logros. Desde que se había mudado sola a Capital mantenía a un costado sus temas más íntimos y si bien el trato con su madre era frecuente no le comentaba sus cosas, sino que se mostraba muy interesada por saber lo que sentía o necesitaba. Porque, de hecho, su madre siempre necesitaba cosas, demandaba tiempo, dinero, atención, y más.

Cuando se acercaba la fecha del viaje no tuvo más remedio que advertirle que finalmente conocería Acapulco. Eran veinte días de pura fiesta, en los cuales ella no tendría ganas de saber nada de Argentina, así que fue más bien un comunicado y una sentencia: "hablamos cuando vuelvo, ma". Su hermano, así, estaría obligado a visitar a su madre una vez por semana. Vivía a dos cuadras con su esposa e hijos pero visitaba poco a su mamá últimamente. Sería en esta oportunidad él quién mediante mensajes esporádicos le diría que todo iba bien.

Cuando llegó el día, Paula estaba feliz. El viaje en el avión estuvo fantástico, sin escalas directo al relax. El hotel era lo que imaginaba, todo accesible, cómodo, impecable. Su compañera de trabajo, ahora compañera de habitación, era de lo más simpática y ella sentía que entre las dos se estaba gestando una linda amistad. Y el mar...ah, el mar. El agua era tal cual se veía en la revista.

La primera noche ya se tomó dos tequilas en el bar abierto 24 horas que tenía el hotel. Sin duda se trataba de un sueño cumplido y de las mejores vacaciones de su vida.


Mariano cerraba el lavadero a las seis en invierno. Era sabido que nadie lavaba su auto más tarde de las seis. Su trabajo le encantaba, los autos le gustaban desde siempre. Tal vez mecánico, tal vez ingeniero, pero el destino lo había llevado hasta acá, consecuencia de una pasión por los fierros que de niño le había inculcado su padre. Estaba casado con Daniela desde hacía ocho años y tenían a Paz de cinco y a Teo de tres. Se sentía bien con su rol de padre, no así con su relación con Daniela. No sabía descifrar si era desamor, falta de pasión o qué, pero hacía bastante que no se sentía bien con ella y le costaba afrontar la situación. Últimamente, los muchachos que había contratado para el secado lo notaban disperso y pensativo, pero no se atrevían a preguntar por qué.

Hacía unos meses había pensado en retomar sus clases de tenis que tan bien le hacían física y espiritualmente. Mariano sabía que su relación con Daniela era un tema sensible y a su vez terrorífico para él, que no lo dejaba ocuparse de todas sus cosas.

Había decidido, entonces, afrontar el asunto y hablar con ella. No sabía bien qué iba a decirle pero algo iba a empezar a poner en palabras. Era martes y antes de llegar a su casa pasó por lo de su mamá porque le quedaba de paso. La señora estaba muchas horas sola comiendo harinas y engordando como vaca para el matadero. Solía hacerle bien que alguno de sus hijos la visitara para ella explayar sus lamentos. Mariano entró a la casa. Abrió la puerta con sus llaves, le llamó la atención escuchar la televisión. A las seis terminaba el programa de chimentos, así que por lo general la tele estaba apagada para esa hora. Fue hasta la cocina y se horrorizó al encontrarla sobre la mesa, inmóvil, fría, con comida alrededor. Gritó. Lloró. Salió a la vereda. Pasaron varios minutos hasta que llamó al 911. Luego, llegó la policía, se llevaron el cadáver y determinaron que una aceituna había provocado la muerte natural por asfixia de la señora. Pasaron horas entre que Mariano llamó a Daniela, ella llegó y lo ayudó, empezó el tramiterío y los nenes se quedaron en la casa de un vecino. Pasó más tiempo hasta que les entregaron el cuerpo y directamente fue a la casa velatoria donde lo colocaron en un cajón grande, porque al ser gorda la señora el cajón era de los más caros a pesar de que iban a cremarla y no a enterrarla, tal cual había sido su voluntad expresada más de una vez.

Pasaron dos días, hasta que comenzó por fin el velorio y así pudo llegar su hija Paula, que hacía tres días se había ido de vacaciones a Acapulco.



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