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Bermúdez, Carranza, Frete, Goya y Lipovicz

Actualizado: 8 jun 2019

Por Ayelen Rodriguez


Carranza cruzó la calle y apretó el papel que llevaba en el bolsillo izquierdo. Era una hoja rayada número 3 que había sacado de la carpeta de su hijo mayor. La había escrito encerrado en el baño, antes de salir de su casa, con esa letra despareja que no había podido mejorar desde la escuela primaria. La había doblado en cuatro y guardado cuidadosamente en la campera.

Porque así se hacía ver: un tipo misterioso, que ocultaba cosas, que guardaba secretos. Carranza era el quinto de cinco hermanos; pícaro, gordo, bruto y desprolijo. Los Carranza eran tipos de no confiar, era sabido que en cuanto podían te cagaban. Se decía que el segundo de ellos se había mudado de ciudad por quedar debiéndole al almacenero como medio palo después de meses largos de fiado.

Sus otros hermanos también andaban en algo raro o sospechoso. A uno le apareció un hijo de quince años de un día para otro; el mayor se compró un chalet en la avenida principal a fuerza de vender panes rellenos en la plaza, y la única mujer era comerciante de tortugas y otras especies en peligro de extinción.

Habían varias leyendas en relación a sus padres, de quienes se sabía poco, salvo que su padre era mecánico (tenía el taller en la casa) y el detalle de que su madre era haitiana. Ah sí, Carranza era negro, si bien ese es un "dato de color", no es importante para este cuento. Mario Carranza, el más chico, pícaro, gordo, bruto y desprolijo de los cinco, había logrado una mediana reputación, a fuerza de haberse casado con la hija de un odontólogo bien posicionado. Junto con Rosana, habían tenido tres hijos que superaban a su padre sin demasiado esfuerzo. Era de público conocimiento que el mayor, al que le robó esta vez la hoja, sería un futuro odontólogo.

Pero Mario no estaba solo. En el mundo había otros como él, en especial los miembros del grupo de amigos del colegio.

El grupito de los cinco estaba fijo: Bermúdez, Carranza, Frete, Goya y Lipovicz. Se autodenominan de ese modo, respetando el orden alfabético, en una imitación básica de lo que fue la lista de la escuela. Además, "Bermúdez, Carranza, Frete, Goya y Lipovicz" se llamaba el grupo de WhatsApp en donde se acordaba lo que se iba a cenar cada viernes, mientras que se pasaban videos pornográficos y hablaban de pavadas. Sus cuatro amigos eran del estilo de Carranza aunque no llegaban a ese extremo. Frete y Goya eran primos hermanos, sus madres estaban peleadas a muerte por una herencia modesta que nunca se resolvió. Así que entre ellos ocasionalmente surgían rispideces que terminaban en abrazos cariñosos tras el licor de postre. Bermúdez era carnicero y tenía un lindo quincho donde desde siempre se hacían las juntadas, y donde desde siempre había comida. De chicos en ese lugar hacían la tarea, apretaban con las pibas en los asaltos y ahora de grandes tomaban vino mientras hablaban de sus hijos. Realmente Bermúdez valía más por su quincho y sus asados que por su amistad. Lipovicz era profesor de Geografía. Disfrutaba de juntarse los viernes y escuchar estupideces. No existían en el mundo otras personas que soportaran sus frustraciones y su fanatismo por Marvel, del que hablaba en cada encuentro idolatrando a los distintos superhéroes. Los cinco eran imbancables, salvo para ellos mismos, por lo tanto, las reuniones de los viernes eran un ritual obligado y a su vez la única alternativa que les quedaba. No había mucho más para estos impresentables que el pasado había amontonado en la primaria número 2 de Monte Chingolo. Y tampoco lo decían. Era el acuerdo tácito de saberse únicos para sí mismos en ese enunciado sin sentido de larga pronunciación que era: "Bermúdez, Carranza, Frete, Goya y Lipovicz". Y en dicho trato, había un reconocimiento especial a Carranza por haber sido el que siempre insistía y propiciaba los encuentros, mostrando interés por sus amigos. Carranza estaba al pedo todo el día, era cierto, pero los quería de verdad, así como para ellos, Carranza era una persona importante. De hecho, los tipos venían preocupados por él. Lo observaban decaído y desganado, más de lo habitual. Preguntaban todo el tiempo qué le ocurría y él decía que nada, que estaba como siempre. Pero ellos que lo conocían de toda la vida no le creían. El jueves anterior, en el grupo de WhatsApp, Goya le dijo que podía contar con ellos, que diga de una vez qué era lo que lo tenía así. Carranza reiteró que no era nada, que estaba igual que siempre. Pero Bermúdez insistió. Lipovicz le rogó que si se trataba de una enfermedad que lo contara. "Los amigos en las buenas y en las malas", escribió Frete. Ante tal insistencia Carranza les prometió que iba a contarles al día siguiente. En todo caso, nadie se había detenido a mirar a este pícaro, gordo, bruto, desprolijo y negro últimamente, y a preguntarle cómo estaba de verdad, salvo por estos cuatro boludos.

Llegó el viernes y Carranza abrió la puerta del quincho con esa actitud misteriosa con la que se mostraba siempre, la de un tipo que oculta cosas, que guarda secretos. Les dijo que después del postre se iba a ir pero les iba a dejar por escrito lo que les quería decir, porque no se animaba a expresarlo ni a presenciar el momento. Y así fue. Transcurrió la cena, con tensión y miradas incómodas por momentos, Carranza sacó el papel que continuaba en ese pliegue que se notaba cuidado, y lo dejó arriba de la mesa, dijo "chau" y se fue. Alrededor de media hora pasó entre que unos y otros se miraban y debatían quien tendría la responsabilidad de leerlo. Entre Goya y Bermúdez lo abrieron y los cuatro miraron al mismo tiempo la hoja rayada en el medio de la mesa. Con resaltador fucsia y rodeado de un corazón con la letra desprolija típica que Carranza tuvo desde la escuela decía: "puto el que lee".



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