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Encintia

Actualizado: 8 jun 2019

Por Ayelen Rodriguez


La embarazada hermosa, de panza redonda, orgullosa y gran sonrisa, que brillaba porque así su hijo la hacía ver, llegaba al noveno mes de embarazo contando semanas en una cuenta regresiva que no terminaba más.

Tenía en su pelo, largo y grueso, el paso del tiempo de las historias contadas en varios idiomas, y la flexibilidad necesaria para poder adaptarse a muchas cosas a pesar de su rigidez. En sus cachetes, guardaba la tensión propia de la ansiedad que produce un embarazo; ansiedad que se evidencia en las risas espontáneas a destiempo que brotan de la cantidad de hormonas acumuladas. Las mismas hormonas que la hacían llorar por casi todo.

Transcurrieron los meses entre consultas al doctor, dudas evacuadas con madres cercanas, videos de YouTube y cursos online. Se aprendió un glosario entero de palabras, definiciones, sustantivos y adjetivos para nombrar y hablar con propiedad de cosas que hablan las madres, y que ella, primeriza, obviamente no conocía.

Pero el tiempo pasaba, su panza crecía y el niño no se dignaba a nacer. La gente no entendía por qué. Las charlas entre el verdulero y la señora del almacén comenzaban con hipótesis concernientes a extraterrestres, y terminaban en la llanura terrenal de la frase: "en cualquier momento nace". El barrio consternado que había visto esa panza mes a mes aumentar, murmuraba sobre el nacimiento que se hacía rogar. A esta altura, temían preguntar por quedar desubicados o escuchar algo que no querían oír. Los pibes del club la cargaban mientras tomaban Coca-Cola en la esquina, y le gritaban cosas como "globo aerostático, parilo de una vez", cuando la veían pasar. Juanita de la iglesia dijo que la chica iba como un año de embarazo. "¿Pero cómo un año?", le preguntaba su compañera de coro, Rosita, entre sorprendida y preocupada.

Las madres viejas la miraban con compasión y las madres nuevas con admiración por seguir aguantando. Las recientemente embarazadas se horrorizaban. "Que no te pase la desgracia de la eterna embarazada", decían las señoras, abriendo los ojos con estupor, y le rezaban a San Ramón con nueve velas y nueve estampitas.

Se empezó a sospechar sobre si realmente estaba embarazada. Aparecieron varias teorías, desde que estaba gorda y ya, hasta que sufría hipotiroidismo. Se concluyó más tarde, que el embarazo era real: la prima de la cuñada de la sobrina de Rosita era amiga del obstetra a quien en un cumpleaños de quince con copas de más se le sacó la información.

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¿Acaso no son siempre eternos los embarazos cuando se tachan las últimas semanas de la espera pasajera? ¿Acaso no se vuelve el tiempo entre denso y fugaz en esos 9 meses o 40 semanas donde un ser crece dentro de otro en ese milagro de la naturaleza que es la gestación?

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Y entonces sí, finalmente una noche sucedió. Se escuchó el motor chingado del autito de su esposo salir arando una madrugada de Abril. Lo escucharon en el barrio entero, ladraron los perros, y hasta sonaron las alarmas de algunas casas. Ella, que supo ser hermosa luciendo una panzota magistral, salió con rodete apresurado, y gotas de sudor frío en la frente, ojeras profundas y una hinchazón total que realmente hacían de su cuerpo una bola gigante, gedienta y sudorosa. Así la historia de la eterna embarazada caducó en la dulce espera que esa madrugada había terminado.

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Dedicado a mi amiga, recientemente madre de León por el acompañamiento mutuo y cercano, durante su embarazo y mi puerperio, mediante charlas por WhatsApp a kilómetros de distancia.

Fue escrito cuando Cintia estaba encinta.


 


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