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La prueba de los confites

Actualizado: 27 may 2020

Por Ayelen Rodriguez



Entró a la casa sigilosamente. Esperó a que abrieran la puerta y sin que nadie la viera se metió adentro, rápida, muy rápidamente.

Nadie lo notó, nadie la escuchó. Y eso era lo que le pasaba siempre… su presencia inadvertida, la desdicha de no importarle a nadie, de ser imperceptible hasta ser insignificante.

Desde siempre aprendió a ser movediza y veloz. Lo aprendió de sus ancestros y de su genética que la dotó de una agilidad digna de señalar.

Esta vez, se escabulló ente un piso de granito gris y un machimbre cedrón, en una casa de familia tipo, si es que los tipos de familia existen.

Víctima de la sociedad que la había hecho vivir en la indigencia y la marginalidad, la pequeña logró su mayor dicha comiendo a escondidas los confites de colores que se habían comprado para decorar la torta de cumpleaños del niño. Se trató, una vez más, de esos grandes placeres que siempre alcanzó en soledad y aprendió a disfrutar con ella misma, en la penumbra.

A pesar de sus pocos años (nadie sabía cuántos), ya había sufrido el desamparo de sus progenitores que no se hicieron cargo de ella por estar ocupados en seguir comiendo primero y en reproducirse después. Padeció la discriminación de las gentes pudientes que la miraban con asco y odio, haciéndole saber su deseo de verla muerta.

Un sábado, la familia tipo descubrió su presencia. Era obvio que esos confites recortados tenían que ver con una mordida, y esos puntos amorfos oscuros eran los rastros de sus porquerías.

Tomó el hábito de moverse entre sombras. La marginación la había hecho llegar hasta allí, ahora confinada a los bordes de una casa de pisos de granito, donde su mejor plan era continuar al resguardo tras haber sido descubierta.

Pero, a pesar de lo conveniente y apropiado para su propia supervivencia, y aun cuando es sabido que tanto ella como sus numerosos hermanes y hermanastres son usados en laboratorios por las múltiples similitudes entre sus genomas y los de los humanes, en la madrugada del domingo, su cuerpo hallado en la trampera dio el final de su breve historia. Era sabido: la pequeña no aguantó y cayó en la trampa del dulzor de un nuevo confite chocolatoso que sintió que debía sucumbir a sus afilados dientes; disfrutado, por última vez, como siempre antes, en soledad.


La frase de la imagen pertenece a Byron Katie.

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