Por Ayelen Rodriguez
No tengo hijos.
No sé si es una buena forma de presentarme, pero es una buena forma de justificarme.
Siempre imaginé que de querer compartir algo importante para mí, podría enseñárselo a mis hijos. Pero no tengo y ya no tendré.
Quizá a algún amigo le interesen mis historias. Podría contárselas mientras tomamos un café y recordamos nuestras infancias, o algún momento emotivo de nuestras vidas. Pero ya sé que se lo olvidaría pronto, como yo me olvido todo lo que me cuentan mis amigos cuando se ponen nostálgicos.
Entonces, en mi fantasía de juventud yo me imaginaba madre de dos o tres, o por qué no, cuatro o cinco criaturas sentadas a mi alrededor mientras contaba cómo abríamos el mango en casi dos mitades perfectas, con lo duro que es el mango.
También imaginaba que algún día cuando les pidieran de tarea de colegio que armaran el árbol genealógico, iba a poder contarles sobre sus abuelos que se conocieron tomando el colectivo. Ese único colectivo que iba de la chacra hasta Oberá a las 8 de la mañana y volvía para las 5 de la tarde.
—¿Pero cómo una sola vez por día, má?
— Si, una sola vez. Así que para salir había que organizarse bien. Y si había una urgencia salíamos acarreados por un buey.
Y ahí les hablaría de los animales, de juntar huevos y darles de comer a las gallinas. Me imagino sus bocas abiertas, y sus ojos agrandados como en las caricaturas.
Probablemente, ahí les prometería que iríamos a Salto Cháves alguna vez. Es que está lleno de saltos escondidos. Solo hay que meterse selva adentro y descubrirlos. Sin demasiado esfuerzo puedo imaginarme el canasto para el picnic y todo.
Lo bueno de extrañar es que recordás nuevos detalles cada vez que repensás las escenas. Por ejemplo, me acuerdo de esa familia haciendo picnic a orillas del salto.
Esto que parece una acumulación de recuerdos del pasado, bien podría ser una acumulación de fantasías sobre el futuro. Sea como sea, son imposibles. Irrealidades.
Lo bueno de extrañar, es que siempre se trata de algo que no se tiene. Ya sea porque pasó, o bien porque no pasará nunca.
Casas sin luz, con baño afuera sin ducha, calentando el agua en el cacharro para el aseo.
La cocina a leña que todas las mañana huele a pan casero y todas las tardes al guiso que se almorzó. Que se almorzó hoy o ayer, y aún se huele.
La cocina es un lugar importante y ocupa un tiempo importante porque se cocinan oleadas. Siempre se esperan visitas. Seguro alguien vendrá. No es que hay que estar esperando. Simplemente sucede.
Podría acá poner un punto final.
Las crónicas tienen eso de que el que escribe se guarda una parte para compartir otro día, o por el placer de no contarlo todo, no sé. Y con los recuerdos pasa un poco así.
¿Qué contarles? ¿Qué contarle a los hijos que no tengo y nunca tendré? O a los sobrinos perdidos por el mundo que ni le escriben a esta tía. ¿Qué guardarme? ¿Para qué contarlo?
Tal vez sería egoísta no contarles, queridos sobrinos, que los colores contrastantes de rojo y verde dibujan el paisaje. Y mientras se cosecha té y yerba mate, pueden jugar en el barro de tierra colorada, y transpirar, transpirar mucho y que la gota que les brote sea amarronada.
¿Huelen el guiso, la sandía, las rosas y los pinos? ¿Ven las orquídeas de colores vibrantes que parecen puntitos simples y que al acercarse forman combinaciones asombrosas?
Yo creo que sí tuviese hijos no se olvidarían de lo que tengo para contar.
Y creo que no me guardaría nada.
Pero hijos no tengo, así que no lo sé.
Tal vez, sea esta una buena forma de asumir que tengo lectores.
Este cuento esta inspirado en los relatos de Norma, quien tiene dos hijos a quienes contarles estas historias.
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