Por Daiana Inés Acosta**

Nosotros no comprábamos más el diario, pero eso cambió cuando llegó el perro. Para combatir el nido vacío, dijo Celeste haciéndose la chistosa cuando lo sacó de la caja. Juanjo nunca supo negarle nada a nuestra única hija y le aceptó el cachorro. Yo intenté decir que no, pero la verdad, nunca supe negarle nada a Juanjo. Además Dientito, así lo bautizó nuestra nieta, era demasiado tierno. Si hubieran visto sus ojitos enormes, escondidos detrás de esa mata de pelo suave, ustedes tampoco se hubieran podido resistir. En la primera visita al veterinario, el muchacho nos recomendó no sacarlo a pasear hasta completarle las vacunas. Eso fue un contratiempo, hubo que enseñarle a hacer “sus cosas” en un lugarcito específico del departamento y por eso tuvimos que conseguir diarios otra vez. El portero nos juntaba los que tiraban los vecinos. No eran del día, a veces ni siquiera de la semana, y jamás los leíamos.
Una de esas veces en que tuve que limpiar el enchastre de pis y caca, un titular me llamó la atención. No fue enseguida. Tardó en llegarme el agua al tanque. Había puesto los diarios limpios en el suelo, me había llevado los sucios y cerré la bolsa de basura para sacarla más tarde. Luego me dispuse a lavar los platos y ahí caí. Algo decía esa portada, algo había leído al pasar que no había sabido decodificar en el momento. Cerré la canilla, me sequé las manos en el trapo de la mesada y volví sobre mis pasos. Villa Ana leí, y el corazón me hizo un escándalo. Agarré la hoja y me la llevé al comedor. Mientras caminaba pensaba en el pueblo. En mi memoria decir Villa Ana era decir campo. O al menos ese campo que me hacían dibujar en la escuela cuando llegaba el Día de la Tradición. Con patios de tierra, higueras en el fondo, vacas y caballos que pastaban en las veredas, vecinos que usaban boinas, alpargatas y cuentaganados, el río cerca, el olor a pan a la mañana y el ruido de las chicharras a la siesta. Habíamos ido pocas veces de chicos con mis hermanos. Ahí fue donde me pegué aquel flor de golpe por hacerme la canchera. Nunca fui muy habilidosa con el cuerpo y aquel día se me había ocurrido saltar una especie de cadena que separaba algún adentro y afuera. El pie se me enganchó, la cadena me tiró hacia atrás y mi cuerpo fue a parar del otro lado sin remedio contra el piso. Unos minutos después mi mamá tuvo la brillante idea de sacar la foto. Esa que está en alguno de los álbumes. Yo estoy en el medio de mis hermanos menores. Ellos sonríen chiquitos y tiernos, felices. Yo tengo la cara hinchada de llorar y me estoy agarrando el hombro que se nota a la legua que me duele un montón. Odio esa foto.
Villa Ana. Agarré los lentes de ver de cerca, me senté en la mesa, planché el papel con las manos y agradecí que el perrito no lo hubiera estrenado. El título decía “Villa Ana. Entrevista al único sobreviviente.” Leí la noticia por encima. Busqué lo importante. El apellido del tipo era Caravajal. Hice un esfuerzo inútil por recordar a alguien en ese pueblo con ese apellido. El esfuerzo no tenía sentido porque no conocía realmente a nadie. La última vez que estuve ahí habré tenido diez años o menos. Era el pueblo donde mi papá nació y creció. El pueblo del que se había despedido cuando le tocó la colimba y donde habían quedado su madre, hermanos, primos, muchas tías. Cuando íbamos, en la época que yo podía recordar, esa madre de él que era mi abuela, ya hacía tiempo que no existía más. En esos años nosotros vivíamos para el lado de La Plata, en Buenos Aires, y llegar al norte de Santa Fe era una travesía larga, incómoda y cara. Viajábamos en colectivos de larga distancia en los que durante el día nos cocinábamos por el calor y a la noche nos temblaban las mandíbulas del frío. Para el calor no había remedio, pero para el frío mamá nos llevaba frazadas. También había fotos de eso en alguna caja.
Así que único sobreviviente. Seguí las frases del artículo con la yema de los dedos. Fui a las palabras importantes. Sequía. Inundación. Plaga. Secta. Ritual. Explosión. Reconocí lugares. La capilla. La escuela. La plaza. La fábrica. La chimenea. Había fotos de los antes y después y, en cada foto del ahora aparecía él. El sobreviviente. Caravajal. Siempre mirando a la cámara, serio, con los brazos caídos a los costados, con un bigote y un sombrero de esos que usaba mi papá, como los gauchos. Las fotos eran en blanco y negro, y me deprimía. Las miré de arriba a abajo por un buen rato. Buscaba una cosa pero no sabía qué. Tuve la certeza de
que cuando la encontrara me iba a dar cuenta. Mi dedo índice iba y venía sobre las imágenes sin perderse un milímetro; como en esos libros que usaba Celeste cuando era chica, donde tenía que buscar al de remera roja y blanca. Dientito jugaba a un costado mío, cerca de mis pies, con uno de esos juguetes que le compramos. De a ratos lo miraba y pensaba en Celeste. Siempre fui muy mala para aceptar el paso del tiempo. No podía entender que mi hijita ya no fuera esa beba regordeta que yo recordaba jugando en el piso. Se había convertido en madre y yo en abuela, y nunca sabría con certeza cuándo había pasado eso. Para colmo Anita, esa nieta que tenía la sonrisa de mi mamá, tampoco seguía siendo una bebé. ¿Cuántos tenía ya? Cinco. O seis. Dientito chilló y tuve que socorrerlo
porque se había enredado con la cortina.
Seguí mi búsqueda. Me resultaba frustrante no encontrar eso. Pasaba de los nervios al enojo, de la resignación a la ansiedad. Me revolvía en la silla, cambiaba la posición de las piernas, me rascaba la pera. Me acerqué a las imágenes tantas veces como después las alejé de mí. Las puse a trasluz, las di vuelta, las tapé con otros pedazos de papel, parte por parte, para hacer una búsqueda más localizada. Repetí. De a ratos Dientito se acercaba y apoyaba sus patas delanteras en mis rodillas. Trataba de distraerme y yo lo espantaba con la ternura que podía. Al final no me aguanté y recorté las fotos para pegarlas en la pared. Me paré frente a ellas y traté de mirarlas mejor. Pensé en las calles de tierra, en los caballos al galope yendo para el lado del río, pude ver la polvareda levantarse y cruzar directo a mi comedor desde adentro de las fotos. Olí la tierra seca y estornudé. Dientito ladró, se asustó y se escondió debajo del sillón. Yo sabía que era un cachorro y que no podía esperar otra cosa, pero deseé que cuando creciera fuera un poquito más valiente. Volví a las fotos y a Caravajal, que se empezó a mover como si nada, muy despacito primero y más animado después. Pasó de la seriedad absoluta a reírse en cada paisaje un poco más. Y se ponía siniestro porque no tenía muchos dientes
y su piel era tan arrugada que, entonces al sonreír, los rasgos se le deformaban. Cuando habló, repitió lo que decía el diario. Todo eso de la secta y de la explosión. Yo le decía que ya lo había leído y que si me quería contar algo, que fuera más útil y que me dijera dónde estaba eso que yo andaba buscando. Durante un rato insistió con lo mismo, y se ve que para convencerme, despacito, les fue devolviendo el color a las fotos. El verde del pasto que rodeaba la fábrica abandonada era tan brillante como hubiera querido. Casi logra distraerme, pero no. Al final, se ve que me vio tantas veces acercarme, alejarme, tapar, descubrir y repasar con el dedo, que se rindió. En la foto de la Iglesia se fue hasta el fondo de todo, lo perdí de vista y no estuvo por un rato. Cuando volvió, traía a una nena de
la mano. En cuanto la vi supe que era ella. A ella había estado buscando. Fue un instante. Primero la veía ahí, adentro de la foto, un poco dolorida agarrándose el hombro y al instante siguiente me vi desde la foto, con los ojos de la nena. Al otro lado una señora alta, de pelo blanco y cara gorda y arrugada me observaba detrás de unos anteojos enormes.
Duró poco el encuentro. Enseguida cayó redonda al suelo. Después de eso vino todo lo demás. Llegó un señor que intentó despertarla y no pudo. Más tarde una mujer joven, con una nenita más chica que yo a upa. Tenían una cara de tristeza, pobres. Hablaban por teléfono, se abrazaban, salían y volvían a entrar. Cada tanto se acercaban a la pared y me miraban. La chica arrugó la frente un par de veces y dijo que no con la cabeza.
Había un cachorro también, escuché que la nena le decía Dientito vení o Dientito tomá. Me pareció el perrito más lindo que vi en toda mi vida. Y deseé algún día tener uno así.
*Publicado originalmente en el libro de cuentos Cadena Fígaro, 1°ed, 2024.
**Daiana Inés Acosta (1986), fotógrafa y escritora argentina, vive en Berazategui, Buenos Aires. Es integrante del proyecto autogestivo Genterara-Colectivo de escritura. También publicó en diversas antologías de relato y poesía. Actualmente participa de talleres literarios y estudia Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes (Argentina). La encuentran en IG y Youtube como @haysancocho.
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