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Elogio del encierro

Actualizado: 27 may 2020

Por Horacio Fernández*


Era lo primero que hacía cada mañana. Lina dibujaba redondeles con fibrón rojo sobre cada número del almanaque, hasta que descubrió que todos los números eran iguales y que las marcas que pretendían simular una especie de cuenta regresiva habían dejado de tener sentido. Las agujas del reloj quedaron inmóviles en las siete y cuarto, pero de eso ya había pasado mucho tiempo.

La radio dejó de dar noticias. Emitía un chirrido monótono, como de emisora sin sintonizar, que al principio le resultó irritante, aunque con los días se transformó en una compañía necesaria. Lina se devanaba los sesos buscando formas de medir el tiempo. Pensaba qué hubiera hecho Manuel en circunstancias similares, y no supo qué contestarse, aunque estaba segura de que hubiese tenido la destreza de inventar algo para que sus vidas, la de él y la de ella, se mantuvieran en ese columpio plácido en el que nos cobijan las rutinas.

No se le ocurrió mejor idea que distinguir momentos puntuales, más cercanos o más lejanos del presente: aquella madrugada en que llovió, aquella noche de mucho calor, aquel día que la sorprendieron los ruidos de la calle, tal vez el bramido de un animal en peligro de extinción. Antes de que la radio muriera, había escuchado que las bestias ganaron las ciudades, pero como andaban todo el tiempo de aquí para allá no había forma de orientarse ni de estimar cuánto transcurría entre el paso de un animal y el que venía detrás.

Otro recurso que le resultó útil para ubicarse fue la fórmula que llamaba Las Últimas Veces. La última vez que Bilbo ladró, la última emisión de la tele antes de que pusieran el cartel eterno de señal de ajuste, el último día que encendió la compu (hasta que se hizo inútil, porque dejaron de haber influencers y transmisiones en vivo de shows y clases online y redes y posteos y noticias y amigos virtuales); la última tarde en que el almacén del barrio estuvo abierto, el último dos por ciento de batería del celular. Las horas, las semanas y los meses no eran mensurables, pero una pequeña arruga que descubría en el espejo allí donde antes había piel tersa, o un nuevo mechón de canas, eran la prueba irrefutable de que el tiempo avanzaba. A la deriva, pero avanzaba.

Una noche descubrió un nuevo método que terminó por sumirla en un pastiche melancólico. Consistía en recordar la última vez que había hablado con alguien. Aquel fragor del principio de esos tiempos, cuando todos llamaban y ella llamaba a todos, había muerto de a poco. Lina prefería espantar ideas oscuras, pensar que todos seguían allí, sólo que cada uno entendió que los abrazos virtuales y las charlas de mentira no eran más que artilugios para disfrazar la soledad, y que el momento de los adioses era un puntazo más dañino que la soledad misma. Recordar la última charla era como buscar una mano amiga en medio de la niebla. Ausente Manuel, no había ni manos ni cuerpos a los cuales aferrarse.

Ciertas veces, Lina pensaba que todo iba a terminar pronto, que en un amanecer entre las sábanas de siempre se daría cuenta de que los días habían vuelto a ser como antes. Otras veces imaginaba aquel tránsito como un derrotero hacia el infierno. En esos momentos rogaba escuchar un ruido, una voz, una llamada.

Primero fue el murmullo que llegaba desde afuera. Luego la fritura de la radio fue tomando la textura de una voz como de locutor. Se asomó a la ventana. Era una fila interminable que venía desde el fondo de la calle en grupos de a tres, o de a cuatro. Se detenían con ojos de asombro delante de cada umbral, a la sombra de cada árbol, al pisar cada baldosa. Un viejo se paró frente a su casa. Tal vez el cansancio, pensó Lina. Se miraron como si trataran de descubrirse; ella detrás de la ventana, el viejo detrás del portoncito de la entrada. En las pupilas anegadizas creyó ver destellos de la infancia. Esa vez, el tiempo adquirió la precisión de antes. El recuerdo se instaló en sus primeros años, en una calle del barrio, en un quiosco, en un caramelo en manos del abuelo.

Entre la fritura y los chisporroteos intermitentes, la voz del tipo que leía las noticias de la radio se volvió algo nítida. Lina alcanzó a escuchar que La Autoridad ordenó detener a quienes invadían las calles. El locutor del noticiero dijo que el intento fue infructuoso. Nadie entendió por qué, pero no había manera de frenarlos.

Un poco más tarde (Lina no se animaba a asegurar cuánto más tarde, pero estaba convencida de que había transcurrido un lapso relativamente corto), el murmullo volvió, con más fuerza y con la misma mansedumbre de la primera vez. Ahora tenía otra forma de medir los días y las horas. El método de La Última Vez había adquirido una precisión a la que se había desacostumbrado. La última vez que había llegado el murmullo de la calle había sido en la tarde de ayer, o en la de antes de ayer. No mucho más lejana que un par de días.

La Autoridad envió a los Guardianes del Orden. Primero intentaron esposarlos, pero les fue imposible. Cuando aparecieron con pistolas lanzagases y camiones hidrantes, Lina pensó que esa vez iban a ganar, pero el esfuerzo por contenerlos fue en vano. A Lina le pareció ver al mismo viejo del otro día. Seguía mirando hacia su casa, aunque esta vez no se detuvo. Caminaba deslumbrado, como quien regresa al barrio en el ocaso de la vida.

El murmullo volvía de tarde en tarde, siempre pacífico, crecido en almas, siempre levemente bullicioso. La Autoridad dispuso nuevas medidas, tan cruentas como poco efectivas. En un intento desesperado por controlar la situación, le ordenó al Director que cerrara para siempre las rejas con triple candado. El Director no estaba de acuerdo. Dijo que las rejas debían quedar abiertas para cuando todo volviera a la normalidad. Entonces, cada habitante del pueblo tendrá derecho a entrar con una flor en la mano para dejar ahí donde descansan los afectos perdidos. Y tendrá derecho a volver a casa con el alma en paz y la tristeza domesticada. El tipo de la radio dijo que finalmente el Director fue desplazado de su cargo por aducir excusas poco creíbles. Había dicho que los que tomaban las calles habían traspasado las rejas, aunque estaban ya cerradas con triple candado. A la tarde siguiente había vuelto el murmullo, transformado en una vocinglería chillona e inofensiva.

Lina escuchaba el informativo con el ruido de fondo de siempre, como a púa gastada. En un momento la voz se volvió inentendible, hasta morir del todo y para siempre en un sonido a fritura que llenó la habitación. Desde la ventana volvía el rumor del afuera que se iba haciendo costumbre. Las almas venían desde el fondo de la calle. Mañana, tarde y noche. A medida que se acercaban a la casa de Lina, el murmullo crecía. Los Guardianes del Orden apuntaban y erraban, apuntaban y erraban, porque antes de que el golpe llegara a destino los cuerpos se esfumaban. Repartían palazos inútiles que hacían surcos en el aire, que quedaba marcado con el rastro de un zumbido hueco. Las agresiones viciaban el esmog de los gases con prepotencia inútil. Después morían en la nada, o se convertían en fuego amigo al estallar en el lomo de otro de los Guardianes.

Un día, la columna infinita de almas no tuvo principio ni fin. El murmullo era permanente. Entonces lo vio.

¡Manuel!, gritó, antes de salir corriendo a la calle. Cuando quiso abrazarlo se sintió ridícula, sola, en medio del asfalto, llorando y con las manos aferradas a su mismo cuerpo. Manuel se sublimó como si no fuese materia. Llegó el blindado con los Guardianes del Orden, y los que marchaban con él también se desintegraron. El aire se llenó de partículas invisibles, o eso, al menos, es lo que percibió Lina.

El método de La Última Vez ya no era eficiente, porque la sucesión infinita de los que marchaban volvía estéril cualquier intento de medir el tiempo. Entonces rogó, quién sabe a qué dioses, que nunca haya más ruido que el murmullo de las almas andantes que llegaban desde el fondo de la calle. Rogó que nunca volvieran los ruidos corrientes del afuera, ni las llamadas de los conocidos, ni la radio, ni la tele, ni los abrazos virtuales, ni los abrazos de verdad. Todas las tardes, siempre a la misma hora (era la misma hora, aunque ella nunca lo supo), se acomodaba sobre el marco de la ventana para ver pasar a Manuel, y entonces tuvo la certeza de que ese pequeño instante, cuando sus miradas se cruzaban, le bastaba para sobrevivir hasta el fin de los días.


 

* Deambula entre Quilmes y Berazategui. Editó dos libros de cuentos: “Cuentos a escala” (2014) y “Equilibrio inestable” (2017, ed. Modesto Rimba). Cursó talleres con Alberto Laiseca y Cristina Feijoó, entre otros. Desde 2017 coordina el taller de escritura de La Calabaza-Productora Cultural. Primer premio del Concurso Federal de Relatos (Ministerio de Cultura de la Nación, Argentina, 2015), entre otras distinciones en Argentina, Colombia y España.

Su Facebook de escritura: Cuentos a escala.

Podes leer otro cuento del autor en este blog ACÁ.

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